Si tomamos los ejemplos de la nota anterior, podemos decir que acá en nuestros pagos, el rock y la música en general tienen grandes momentos y enormes artistas. A fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, hubo un gran desarrollo del rock como música que vino a romper con enormes atavismos y costumbres, a la vez que logró incorporar mucha música uruguaya en su proceso. Pensemos como ejemplo en el candombe beat, en la movida de Tótem, El Kinto y en propuestas más centralizadas en el rock, desde Los Shakers, Los Mockers o Los Delfines, hasta Psiglo, Opa o Siddartha, ya entrados los setenta.
En la inmensidad de solistas que han elaborado una música muy personal incorporando todo sonido que sirviera a su propuesta y entre ellos el rock: Rada, Mateo, Galemire, Darnauchans, Cabrera, Roos. Un poco a destiempo por obvias razones históricas, el punk llegó tarde. Pero supo tener su momento de auge artístico a través de bandas también emblemáticas como Los Estómagos, o Los Traidores, por nombrar sólo algún ejemplo. De los primeros surge, a mi modo de ver, la canción más representativa de su momento histórico: “Errantes”. Nada superará la poesía de esa letra. Nada pintará mejor la sensación de los hijos de la dictadura abriéndose a las utopías que prometía la democracia que no llegó a ser tal en unos cuantos aspectos. Su hambre artística supo avisarnos que la música estaba enferma y sabían que el camino para curarla era volverla a romper.
Podemos citar ejemplos infinitos, sobre músicos que enfrentaron y sobrepasaron las fronteras de su propio tiempo. Músicos de la trayectoria de Bob Dylan o Neil Young, David Bowie o Peter Gabriel, Stevie Wonder o Prince, entre otros. Y vayamos más allá del rock, eliminemos todo límite y la constante perdurará. El rock y todas sus ramificaciones, se han convertido en un árbol frondoso e imposible de encorsetar. Un gran ejemplo se puede apreciar conociendo el origen del hip hop, su conexión con los soundsystem de Jamaica, el soul, el rock, la electrónica de Kraftwerk, surgida de la experimentación del krautrock alemán y la conexión con la poesía callejera de una Nueva York socialmente en llamas a mediados de los setenta.
Miremos en otros espacios, como el jazz, Django Reinhart por ejemplo. ¿Qué hace que un hombre que se quema su mano en un incendio y queda solo con la posibilidad de tocar con tres dedos, invente una técnica para tocar la guitarra? ¿Qué hace que en pleno auge de las big bands surjan a contrapelo creadores de la talla de John Coltrane o Charlie Parker? O la salsa, ¿por qué músicos como Ruben Blades (y él cuenta muy bien esa historia en el disco que tiene con Seis del Solar editado en el año 1990, llamado Live!, hablando de cómo los productores discográficos se negaban a grabar “Pedro Navaja”) reinventan la salsa llenándola de contenido, fusionándola con el jazz, rompiendo sus estructuras desde todo punto de vista, aún en contra de toda lógica? Es que la música (más allá de lo que nos quieran hacer creer) carece de lógica, es un lenguaje universal pleno e indomable.
Siguiendo con los ejemplos, ¿qué hace que algunos logren con su instrumento un caudal sonoro del cual en muchos casos sus nombres se vuelven sinónimos? Para eso citemos a Vernon Reid, el guitarrista de Living Colour, hablando de una de sus grandes influencias: “cuando Carlos Santana enchufa la guitarra, ya reconocemos su sonido”. Y ya que hablamos de Santana, recordemos que sin conocerse y saltando las distancias, en nuestro país la gente de Tótem rumbeaba por el mismo camino: fusionar los ritmos autóctonos con el rock. ¿Qué necesidad común flotaba en el aire para que estuviera sucediendo eso casi en simultáneo a tantos kilómetros de distancia y sin la velocidad que hoy tienen los medios de comunicación?
Pateemos más tableros, ¿De dónde surgen los Alfredo Zitarrosa, los Enrique Santos Discépolo, los Astor Piazzolla, los Atahualpa Yupanki, los Ali Farka Toure? ¿Las Billie Holiday, las Aretha Franklin, las Joni Mitchell, las Janis Joplin, las Patti Smith, las Kate Bush, las Tori Amos? ¿Los Luca Prodan, los Renato Russo? Hay millones de creadores a los que se puede mencionar, la lista es interminable a través de la historia y los géneros musicales. El patio trasero de la historia de la música alberga infinidad de historias de vida y de obras maravillosas que el tiempo no logra borrar; podrá ocultarlas a ojos del gran público y de los perezosos mercachifles que empaquetan y venden sus productos como si fueran papas. Pero mientras lo profundo del espíritu humano tenga un hálito de vida que no podrá ser domesticado del todo, siempre habrá lugar para algo emocionante.
Tenemos que entender que la música no puede ser contenida en etiquetas y disecada como mariposas pinchadas por un entomólogo. Por más estrategia de marketing o como se pueda llamar, la sensibilidad no se arrea como ganado y esto es aplicable tanto a la música como al cine, o la literatura, o cualquier forma de expresión artística.
Convengamos entonces que esto del “hambre artística” es ante todo una intención de descifrar lo indescifrable, de tomar lo inasible y convertirlo en material de estudio, de análisis. Un vano intento por decodificar el derrotero del alma humana a través del sonido o de cualquier forma expresiva. Cada tiempo tiene su contexto, que lo lleva a buscar el signo que lo representa. Cada artista abreva de lo que se respira en el aire, en lo que se palpita, para generar su obra, que será más o menos perecedera dependiendo de muchos factores.
Está en nosotros, los oyentes, en nuestra curiosidad y en nuestras necesidades. En nuestras propias búsquedas por encontrar el sonido que nos represente, que nos movilice, que nos conecte con nosotros mismos y el entorno, lograr que la música siga prevaleciendo sobre el bombardeo de meros productos de laboratorio. En el tiempo que dedicamos para apreciar ese valor intangible que transmite el artista está la clave. ¿Qué tipo de “hambre” mueve lo que elijo escuchar? Esa es la pregunta que sólo puede hacerse uno frente a un espejo y que en principio devolverá sólo una imagen y silencio.
Gustavo Aguilera