Entre Alambres y Claretes

Después de comprar el litro de vino suelto en el bar “La Pocha”, terminábamos en un banco de la Placita Viera, nuestro lugar en el mundo en aquellas tardes de estaciones bien marcadas. Los vecinos más reaccionarios, decían que cuando Piko, encargado de la taberna, se descompensaba, orinaba dentro de la damajuana del clarete. A veces le encontrábamos un sabor extraño, pero cuando tenés 17 años eso poco importa.

Sentados sobre los listones de madera verde, nos esperaba la facción metalera del Villa Chaparra, integrada por Negro Gómez, Chino y Gerard. En los ochenta, si bien existía una enorme rivalidad entre punks y heavys, cuando se compartía barrio, los gustos musicales quedaban de lado. Durante varias horas los parches de Ácido, Alvacast y Iron Maiden compartían el respaldo del banquillo con las espalderas de Los Estómagos, Los Traidores y Sex Pistols. El denominador común eran las muñequeras de tachas y las camperas de cuero.

La mayoría de las veces, las charlas eran amenizadas con cassettes reproducidos desde un radiograbador Pioneer a pila. De más está aclarar, que los TDK se iban alternando de manera casi matemática. La excepción era cuando un veterano desaliñado, de 48 años, nos visitaba. Por respeto, se apagaba la música porque siempre era un placer escuchar sus jugosas anécdotas. Tenía miles, a cual más divertida. A las originadas con el El Kinto, junto a Rada, se sumaban sus peripecias con las razzias, de las cuales era la víctima predilecta por esos días.

Mis favoritas eran las relacionadas a su época en Los Malditos, una de las primeras bandas de rock latinoamericano que, en la década del ‘60, llegó a oídos del beatle John Lennon (con los años, ese dato sería ratificado por un periodista porteño). El Negro Gómez fue quien reconoció a Eduardo Mateo la primera vez que se arrimó a pedirnos un trago. En su casa reposaban todos los vinilos que celosamente su madre guardaba. Gómez había crecido escuchando los dos primeros discos de la carrera solista del ilustre forastero. Recuerdo sus ojos vidriosos, entre una maraña de pelos, cuando confirmó la identidad del “méndigo” de vastos bigotes (si, méndigo con tilde en la e, como decía Mateo). “Nunca pensé que mi música pudiera gustarle a un heavy metal”, exclamó Mateo con dificultad, producto de su tartamudez y el tinto adulterado.

Existen en mi cabeza dos imágenes que me han acompañado todo este tiempo. La primera está dada por el bolsillo roto de su saco marrón, por donde escapaban varias pastillas de distintos colores y tamaños (hecho que originó el texto de “Pastillas”, tema incluido en el primer demo de LSDVK). La segunda imagen está relacionada a un Fiat 124 verde que lo pasaba a buscar asiduamente. Resulta que Enrique Abal Oliú le había brindado alojamiento en los Estudios Sondor, para evitar que pernoctara en la calle.

Todas las noches, en Río Branco esquina Paysandú, lo esperaba una guitarra y un micrófono abierto. Hay varios registros de esas sesiones de grabación; lamentablemente, se rescata poca cosa debido al complicado estado en que, el eximio compositor, llegaba a la sala.

Si algo le faltaba a este San 2020, fue descubrir, hace unos días, que el documental del trigésimo aniversario de La Sangre de Verónika comparte terna, en las últimas nominaciones de los Premios Graffiti, con “Amigo lindo del alma”, magistral película de Daniel Charlone sobre la vida de Ángel Eduardo Mateo. ¡Qué mundo extraño! Jamás imaginamos semejante situación, ni siquiera cuando nos manifestó, con mirada cómplice, bajo el fresno de la vieja plaza de Villa Dolores: “El Darno tiene razón, acá somos todos punks. Seguimos atando las cosas con alambre”.

Hugo Gutiérrez