Hace unos años, al dar vuelta una esquina de Villa Dolores, me encontré con un veterano desaliñado, boletos en mano, gritando: «Se viene el fin, se viene el fin». Resultó ser Don Julián, quien había construido un arca en el techo de su casa y estaba vendiendo los pasajes a transeúntes devotos del apocalipsis.
Don Julián es uno de los vecinos más antiguos del barrio, las arrugas en su rostro, cual cicatrices, lo certifican. “Surcos del alma” las llama él, “del almanaque” corrige al instante. Gran autodidacta, basta con entablar un mínimo diálogo para descubrir que es una de las personas más ilustradas de la comuna.
Según el gallego de la carnicería: “Julián es un gran tipo, fue uno de los que perdió la Guerra Civil Española”. Sin embargo, para la peluquera de mitad de cuadra, quien ha llamado varias veces al frenopático para tratar de encerrarlo, “es un viejo anarco y alienado”.
Confieso haberle comprado un pasaje cuando tenía la embarcación a medio terminar y la gente lo evitaba cruzando a la vereda de enfrente. En aquel entonces, amablemente, me permitió que le pagara el ticket en 12 módicas cuotas: “no me vas a cagar”, me dijo mientras esbozaba una pícara sonrisa.
Mantuve largas charlas con el ácrata sobre sus enamoradas y los hijos que decidió no tener. También me contó acerca del Refugio 307, al pie del Montjuic, que ayudó a construir en una Barcelona sitiada por los falangistas. Recuerdo su apreciación sobre Einstein y la teoría del universo paralelo. Afirmaba que el tiempo no era lineal sino ondulado, y que era posible viajar en él. También fundamentaba que el último tanguero rioplatense fue el primer roquero latino.
Durante mucho tiempo su cacofónico latiguillo, al borde de la desesperación, despertó a más de una vieja histérica de su apacible siesta. Junto a los destemplados tambores, su melódica frase se transformó en la rutina sonora de la manzana, un escalofriante y premonitorio ritual.
Semanas atrás, al pasar por la casa de Julián, me llamó la atención una prolija fila de personas contemplando la deslumbrante construcción de madera barnizada como si se tratara del segundo piso de la morada, todos con barbijo hasta los ojos y con el distanciamiento social correspondiente al respetar unas marcas de tiza en las baldosas de la vereda. Al acercarme, encuentro al añoso anarquista, alcohol en gel mediante, manipulando un POS inalámbrico mientras instruía a su prudente clientela sobre la ineficacia de los test de diagnóstico de Covid-19: “Existen 2 pruebas, la primera se hace en sangre y detecta inmunoglobulinas producidas por el cuerpo en cualquier enfermedad o ataque viral como la gripe, la prueba en sí no identifica un virus específico. La segunda prueba, es la que se ha venido usando, es la molecular, que detecta el ARN (ácido ribonucleico) que se transporta en los exosomas».
«Los anticuerpos que llegan a las mucosas nasales envueltos en exosomas, es lo que se identifica, es un indicador de que esa persona está luchando contra un virus pero no se determina cuál es. Esos mismos anticuerpos los puede estar produciendo por influenza o por otros padecimientos que producen anticuerpos similares”, remataba Julián.
Después de su brillante explicación de la inutilidad del testeo a los futuros pasajeros, argumentó a modo de consejo: “Eviten el aislamiento y el pánico, debilitan su sistema inmune, desconfíen de esta ‘plan-media’. Yo apagué la tele. Al igual que los servicios fúnebres, mantuve mi pequeña empresa abierta porque el hambre mata más rápido que el Coronavirus”.
Fue así como, desde el cordón, disfruté de una magistral clase de infectología frente a un puñado de descreídos “turistas”. Su encumbrado análisis sociológico de la situación actual que estamos padeciendo, le provocó un notorio malhumor al tercero de la hilera, portador de tapabocas al tono y guantes de látex.
Al término de su disertación emprendí camino rumbo a mi domicilio mientras escucho su inconfundible vozarrón: “ Hugo, no te preocupes que tenés reservada la ventanilla”.
Hugo Gutiérrez