- La desaparición física de Kurt Cobain
La historia del rock está decididamente emparentada con ciertas figuras cuyas idolatrías generadas las han puesto en un lugar cuasi mesiánico y a la vez de mártir, cuyos lazos con las masas han sido en algunos casos tan fuertes que las mismas resultaron imposibles de sustituir y esa es, de alguna forma, una causa del fenómeno anteriormente descrito, aunque suene contradictorio. Esa concepción romántica de aferrarse a algo, ya sea una persona o a una idea que ya no existe materialmente, lleva a ese conservadurismo del que se hacía mención, pero también al afán de generar mártires embanderados en la causa del rock y que de algún modo para el imaginario colectivo, murieron por ella. ¿Y qué cosa más conmovedora y honesta puede existir que morir por una causa que a uno le es propia?
Más allá del plus que significa la muerte como sponsor glorificador y más si se trata de un artista joven como es el caso de los célebres integrantes del club de los 27, los cuales sacan un pasaporte asegurado a la inmortalidad (artistas emblemáticos que murieron a la joven edad de 27 años, se aclara por si acaso), existen otras cualidades que hacen de este tipo de artista una entidad especial más allá del impacto que puede causar su temprana muerte y generalmente cumpliendo con ciertos parámetros que la cultura popular adoptó como válidos, siendo éstos caracterizados por el tormento vinculado con la genialidad y la locura en clave de autodestrucción bajo el lema de «No Future». Entre esas cualidades sin dudas sobresale la veta artística, llamémosle, aura, mística, fuego que distinguen a ciertos músicos ya en vida como baluartes singulares, destinados a la trascendencia y cuya muerte temprana potencia aún más dichas cualidades y vuelve su legado algo eterno y destinado a la gloria absoluta e implacable. Los ejemplos infaltables, sin dudas, son los casos de Hendrix, Janis Joplin o Jim Morrison encabezando una larga lista de estos denominados «mártires» de la causa del rock & roll.
Pero todos los mencionados si bien fueron únicos e irrepetibles, dejaron un legado y una antorcha que de algún modo fue tomada por otros músicos de generaciones posteriores o incluso contemporáneos y que tal vez en muchos de ellos se pierde cierta magnitud de su elocuencia por el hecho de seguir vivos. Tal es el caso de Eric Clapton, por mencionar alguno de tantos posibles, pero en definitiva a pesar de su estrella el rock pudo sobrevivir a ellos.
Sin embargo existe una figura que sin dudas reúne esas cualidades de singularidad que se mencionaban, pero tal vez lo que lo distingue del resto, lejos de pretender colocarlo en ningún lugar de posible superioridad, es el hecho de que su muerte -ya sea por el contexto u otras circunstancias que luego serán analizadas- deja un vacío único e imposible de llenar. Tal así que algunos aseveran que con su muerte, el rock ya no vuelve a ser el mismo nunca más. Esa figura insustituible de la que hago referencia cuya partida despoja al rock de uno de sus últimos iconos -sino el último- es obviamente Kurt Donald Cobain.
Para analizar las claves que explicarían en parte la grandilocuencia del fenómeno Cobain, haría falta casi que un artículo aparte, pero lo que es preciso analizar concretamente en función de este artículo, es tratar entender el porqué de su inmenso legado, que a su vez implica el porqué de su insuperable ausencia y que está ligado también con el porqué de su vertiginoso ascenso y fugaz pero imborrable huella.
Vayamos por partes; es Cobain el producto tal vez más genuino y poderoso de la generación X, una generación caracterizada en su momento por el nihilismo y el desencanto, algo escéptica y desesperanzada, una suerte de plan fallido del optimismo de la era post industrial y la posguerra, producto de esa oscura transición entre el «baby boom» y el american way of life de los ’50 y ’60 y la era de los divorcios masivos y el desamor de los ’70 y ’80, en una clase media que se vio un tanto alejada de sus horizontes mundanos que implicaban el descenso del progreso industrial. Esa generación de los nacidos promedialmente entre el ’61 y el ’81, que decidió dejar atrás ciertas culpas y cambiar ciertos vicios que no les eran propios por otros más suyos, hija de la caída del muro y la desidiodología como parte de ese vacío, encontró en expresiones artísticas como el grunge, una forma honesta y empática de canalizar su desanimo, que transitaba entre ira y apatía porque en el fondo sentían que esos tipos que expresaban dolor y rabia en sus letras viscerales y melodías oscuras no eran tan diferentes a ellos. Es decir, el viejo paradigma del rockero como héroe inalcanzable entraba en cierta obsolescencia, dejando lugar a figuras más humanas, casi anti héroes como el caso de Cobain, donde el artista no se muestra en principio desde una suerte de olimpo distante sino que es casi uno más entre las masas, donde la relación artista-público -al menos desde la inmediata percepción- adquiere un grado de horizontalidad y feedback extrañamente experimentado antes en el universo rock.
Esta horizontalidad genuina e inter subjetiva pone a Cobain en un lugar de inédita singularidad, donde su llegada al público es directa e intensa, donde más allá de sus cualidades musicales, que obviamente también fueron claves, la escena rock se encontraba con una serie de tipos que no eran musicalmente virtuosos -en el estricto sentido del término- y su apariencia no distaba mucho de la de cualquier joven promedio de aquella época. Sin embargo, esa lógica musical basada en recursos como el «slow and fast», distorsiones potentes y opacas y afinaciones no muy estándar, significaba un despertar del letargo y un resurgimiento del rock en su esencia más antropológicamente genuina, siendo Cobain sin dudas el emblema y el portavoz, sin quererlo ni buscarlo, de dicho movimiento que como el punk rock alguna vez, movió las estructuras del rock y de la industria musical, sacudiéndolo de una peligrosa modorra, con la diferencia sustancial de que en el caso de tipos como Jhonny Rotten o Sid Vicious no abandonaron nunca el estereotipo clásico del rockstar, en todo caso lo reformularon sin alejarse de ciertos clichés.
Sin embargo Cobain rompe con una serie de axiomas establecidos «salvando» al rock en un contexto (los ’90) de incertidumbre y proliferante cultura sonora y estética frívola y descafeinada, regresándolo al pedestal del mainstream a nivel de rankings y ventas, pero sobre todo, regresando al rock a un lugar creíble. Pero como sabemos, esa primavera duró poco. Es que la repentina, inesperada y desoladora desaparición física del antihéroe, no sólo dejaba trunca la carrera de una de las bandas más promisorias de los últimos tiempos (hablo obviamente de Nirvana) sino que implicaría un corte abrupto de un proceso que no parecía tener fecha de vencimiento y que si bien su legado fue de alguna manera honradamente continuado, (sobre todo por sus contemporáneos generacionales) muere con Cobain el icono, la inter subjetividad, el emblema, el cuadro que se impone al logo, la fantasía mesiánica de la salvación, y queda ese vacío que el rock en cierta forma no pudo llenar, coincidiendo cronológicamente a su vez con la etapa de decadencia de bandas como los Guns y figuras como Axl, pues como lo ha demostrado muchas veces la historia, las grandes ausencias repentinas e inesperadas sin posibilidad cierta de un plan b, dejan un peligroso vacío no siempre cubierto de la mejor manera.
- Chop Suey ¿y después…?
«Father, into Your hands I commend my spirit, Father, into Your hands… Why have You forsaken me? In Your eyes, forsaken me, In Your thoughts, forsaken me, In Your heart, forsaken me, oh…». Con angustia y dolor, Serj Tankian, vocalista y líder de la banda System Of a Down, expresaba una de las frases más épicas de la historia del rock, o al menos en su historia reciente, conformando una de las estrofas claves de la que sería probablemente la última gran canción que este género ha dado. Entiéndase ese rotulo de «última gran canción» como el concepto que alude a esa canción-himno, esa canción que marca generaciones, trasciende épocas y espacios culturales, desterritorializa la propia noción perceptiva en clave universalizante (comprendiendo esto como la superación de una frontera en el sentido más ampliamente positivo), transita por caminos de significancia colectiva y apela a interpelar emociones genuinas sin importar su procedencia.
Obviamente podrá ser discutible si es Chop Suey esa «última gran canción» que reúne todas esas cualidades o surgieron otras luego, pero permítanme tomarla como marco de referencia sobre todo temporal para ahondar en la idea. Esa estrofa de la que se hacía mención textual al inicio del párrafo, es citada por el propio Rick Rubin, afamado productor y probablemente uno de los más influyentes de la historia en su materia, quien produjo, entre grandes obras, el disco Toxicity en 2001, el cual contiene la canción en cuestión, quien comentaba hace poco en una entrevista que dentro de lo disciplinado que fue el proceso de composición del disco, fue a la vez caótico, y un fiel ejemplo de ello es justamente Chop Suey, donde concretamente en la parte mencionada, Tankian, escoge un libro casi que al azar y al abrirlo de forma aleatoria, las primeras palabras con las que se encuentra son las épicas frases en cuestión, inspirando así a uno de los finales más gloriosos e intensos que el rock reciente pudo haber dado, como si se tratara de una suerte de destino artístico manifiesto, ya pre escrito, en clave mágica, un don del cual Tankian fue dotado, vaya a saber uno con qué fin de la misteriosa e inescrutable providencia musical (¿salvar al rock tal vez o dejarnos su ultima pieza?).
La cuestión, más allá de lo más o menos verosímil de la anécdota de Rubin, radica en preguntarse si existe ese grado de complejidad visceral hoy por hoy como para componer una obra así. ¿Es posible que la música de hoy apele a esa forma sincera y rigurosa de buscar la trascendencia por la trascendencia misma?, ya sea por el ego o el mero afán artístico. Es probable en este tiempo cargado de inmediatez y literalidad, tan alejados de la metáfora cuestionadora, que predomine la idea de separar al artista de su obra y contemplar al autor como mero producto de un contexto, contexto a su vez dominado claramente por la lógica del marketing comercial. Por lo tanto, en el ejercicio menos existencialista posible, donde prevalece la noción de lo universalizante como apropiación casi absoluta de los parámetros culturales establecidos y del propio discurso hegemónico, el autor se vuelve casi que una expresión algorítmicamente anónima y por lo tanto resulta casi imposible entender o demandarle a la música -en este caso- expresiones y formas que eran la media hace 20 ó 30 años. Tal vez existan esas expresiones pero de forma aislada y remota, alojadas donde nuestra propia venda de la volatilidad o mansedumbre no nos permite conocer o llegar, porque a su vez esa mansedumbre sea nuestro nuevo contrato social que nos apiada y en nombre de la tolerancia nos volvemos funcionales y a su vez nos «revelamos» únicamente atándonos a un pasado que nos permite saber que difícilmente haya expresiones del calibre de Chop Suey, pero tampoco estamos dispuestos a hacer el esfuerzo de buscar al menos la alternativa más viable.
- El futuro llegó hace rato… (Conclusiones de este humilde servidor)
Luego de los puntos expresados durante este esfuerzo literario por intentar diversificar el análisis y a sabiendas de que aún queda mucha tela para cortar, siendo las certezas pocas y las dudas un océano por navegar, resulta al menos difícil no ser un tanto pesimista respecto al rock y su futuro. Pero respecto a la consigna disparadora y que de algún modo es la razón vital del mismo, respecto a si el rock ha muerto o está en vías inexorables de hacerlo, considero que el rock de la forma como lo hemos concebido aquellos que pasamos sobrados los 35 años de edad y nos tocó vivir sus épocas más prosperas de auge y bonanza, ya no existe ni existirá, pues el mundo ha cambiado, ha evolucionado hacia parámetros y convenciones sociales y comportamientos humanos que distan del rock tal como lo percibimos alguna vez.
Dentro de esos cambios, están los de la industria musical que adoptó los mecanismos de una cultura universalizante, de estereotipos que ambiguamente se escudan desde el discurso en la diversidad y el eclecticismo, pero a su vez proyectan sistemáticamente standartes apegados a ciertos parámetros bien definidos que pasan en lo musical por un sonido muy rápidamente asimilable, muy sintético, más cercano al ritmo que a la melodía, caracterizadas generalmente por estructuras básicas y letras generalmente de vago contenido, cuya ejecución no es demasiado cercana a lo instrumental, ni a la complejidad compositiva, con un claro predominio de la tecnología digital como herramienta básica. Vale aclarar que este es el estandarte hegemónico, naturalizado y vigente logrando una ascendencia como pocas veces un parámetro cultural logró alcanzar, tanto o más que la democracia liberal en términos políticos (sólo a modo de comparación) pero sin significar esto que no existan otras expresiones pero sólo reservado para el lugar de las excepciones.
Cuando hablamos de los cambios en la industria, hablamos de que el monopolio pasó a ser dominado por los grandes agentes de influencia del mundo actual, plataformas digitales estandartes de la era Google, llámese Spotify, YouTube, Apple Music, las redes, etc. han logrado un poder de incidencia y alcance masivo como ningún otro medio lo había hecho antes, adaptando a la música en gran medida a su lógica y a esos patrones basados en lo estrictamente cuantitativo y por ende a lo comercialmente rentable y sobre todo inmediato, parámetros que no son acordes ni compatibles con el rock y su esencia, al menos no por ahora ni en un futuro cercano, o que el rock no supo o no pudo canalizar; he aquí una de las claves de la cuestión que nos convoca.
El futuro del rock es incierto y difuso y como argumentaba antes, difícilmente vuelva a ser lo que fue o percibido como alguna vez lo contemplamos, destinado a reformulaciones y camuflajes de dudosa credibilidad, pues ya no es el termómetro, ya no es la tendencia, ocupando un lugar minoritario en los rangos de popularidad. Sin embargo el término rock en sí mismo aún goza de un cierto prestigio y es usado como una suerte de marca garante de efectividad visual por tipos que lejos están de representarlo, y en nombre del rock se entremezclan en grandes festivales artistas de gran masividad y actualidad que poco tienen que ver con el rock en sí, intercalando con alguna que otra banda ya consagrada. Y así el rock transita, generándose allí otro posible dilema; ¿es una estrategia válida de supervivencia o es una errónea forma de sepultultarlo aún más al no defender debidamente su rigor y su peso en ese tipo de acuerdo implícito donde el rock se escabulle y maquilla entre propios y extraños?
Es difícil establecer la forma más sensata y propicia de defender y salvaguardar al rock y su buen nombre; ¿adaptarse y aggionarse en los nuevos tiempos, buscar una redefinición que acompase a esos tiempos, reinventarse volviendo a las raíces más profundas y apostando a la calidad como alguna vez lo hizo? El concepto de «salvar al rock» no es algo nuevo ni inédito, allá por inicios del S XXI, Julián Casablancas formaba su banda The Strokes, manifestando más de una vez que su cometido era salvar al rock, y algo parecido planteaba Jack White en la de época de auge de The White Stripes. ¿Pues de qué o de quién lo querían salvar? Lo que si queda claro, es que la idea ya rondaba por ese entonces y no era tan irracional al verlo con perspectiva actual, ya que justamente ambos ejemplos citados representaban lo que sería tal vez la última gran camada que el rock dio, conocida popularmente como la movida retro rock por acudir justamente a elementos clásicos y a las raíces, pero ejecutando a la vez desde cierta simpleza, una música de gran calidad.
En definitiva, la encrucijada parece rondar entre intentar mantener el rock en el status quo a como dé lugar, aunque esto pueda implicar desvirtuar su esencia por completo, o simplemente mantenerlo impermeable a estos tiempos de cólera que no le son propios, aunque pueda resultar llevarlo a un lugar de ostracismo elitista absoluto. O tal vez sea más coherente pensar en una tercera vía, que transitaría por potenciar sus elementos esenciales, aferrarse a la idea romántica pero no menos cierta de que mientras haya bandas de garage o algunos tipos tocando simplemente por amor y vocación en algún sótano tenue perdido entre el whisky y el humo, habrá rock.
Allá por inicios de los 2000 cuando surgía con gran impulso la mencionada movida retro con interesantes propuestas como The White Stripes, The Vines, The Hives, The Strokes o Arctic Monkeys o cuando Zach de la Rocha en nombre de la diversidad del rock presentaba al mundo una propuesta tan singular y saludable como The Mars Volta, no parecía presagiarse un posible final tan cercano. Sin embargo esos cambios abruptos en las reglas del juego de la industria musical como parte de un proceso más complejo e integral, más otros factores que tampoco ayudaron, como la transformación en clave involutiva de medios fundamentales como la MTV, revistas como la Rolling Stones, por más que fueran muchas veces criticados y con razón por su sesgo unidireccional del lado del mainstream, no dejaban de ser canales de gran aporte al mantener de forma naturalizada al rock como parte intrínseca del establishment, con la obvia y polémica que esta aseveración puede traer aparejada pero entendiendo que era necesario en el sentido de asegurar su preservación sobre todo conservando la idea de renovación permanente de bandas y artistas más allá de los métodos que se aplicaran para responder a dicha demanda, donde en definitiva, mirándolo con retrospectiva, el fin si justificaba los medios.
Tal vez con la intención desesperanzada de aferrarse a una esperanza, debemos seguir pensando que el rock es aún una causa válida por la que vale la pena luchar, en vistas de que existen hoy en día en Uruguay centenares de bandas activas a lo largo y ancho del país, que mantienen de algún modo viva la llama, que en su gran mayoría se desarrollan en el marco de una escena cuyo espíritu es meramente amateur y vocacional, pero que de algún modo persisten.
Parece lo más sensato y adecuado incitar al apoyo a estas bandas que presentan propuestas, la mayoría de ellas, por demás interesantes, asistir a esos toques, difundir, reavivar prácticas como el «boca en boca» y otras formas de difusión que la propia tecnología nos brinda, como lo hace, por ejemplo, este medio tan oportuno para el cual hoy tengo el honor de escribir estas líneas. Buscar una tarea equilibrada y sensata de aunar esfuerzos y generar espacios y vías de difusión que conformen una alternativa a ese mainstream tan feroz cargado de inmediatez que no tiene al rock hoy en día en su agenda primordial.
Esa suerte de contracultura que entienda la lógica de los medios actuales y que se valga de ellos pero sin reproducir sus propios parámetros no es una cuestión fácil de lograr, pues se trata de una tarea ardua que, a mi modesto entender, depende entre otras cosas del compromiso de todos los actores implicados. Hablo de artistas, ya sea consagrados y no consagrados, hablo de referentes de la cultura en general que sientan la causa como válida, hablo de medios y de comunicadores y, porqué no, de productores, promotores que aún crean en la causa; managers que cumplieron un rol de peso decisivo en su momento. Hablo incluso de políticas de Estado que generen nuevas vías y espacios con mayores oportunidades para al menos lograr consolidar aquí en Uruguay una cierta movida que le haga frente a la gran maquinaria mediática y ponga, al menos de manera progresiva pero sistemática a través de proyectos de mediano o largo alcance, al rock en su debido lugar. Y sobre todo dejar en claro la idea de que defender el rico patrominio que supone el rock sigue siendo cosa seria y valedera para que simplemente siga «siendo rock».
Gonzalo Guido