Pensando El Rock: El Hambre Artística (Parte 1)

Me he preguntado muchas veces qué hace que una canción se convierta en un clásico, que un disco se convierta en esencial e imperecedero. Qué hace que una banda o un solista se convierta en un signo de sus tiempos. Y no me refiero a la fama o el estrellato; ni a la música construida en laboratorios de complacencia y desidia organizada. Me refiero a esa música que sobrevive al olvido a empuje de su propia fuerza, de su necesidad de decir cosas que no se pueden dejar atrás. Esos sonidos que invaden silencios escabulléndose de la multitud, pero grabándose en lo más profundo de su sensibilidad, de su memoria colectiva.

Tengo una teoría acerca de qué logra que la música perdure: lo que hace único y atemporal a un sonido proviene del “hambre” de los artistas que logran convertir esa necesidad en sonido.

El término “hambre” es un poco vago, no lo dudo, pero es el mejor apelativo que encontré para abarcar todo lo que implica. Existen muchos tipos de “hambre artística”, creo que sólo dos de sus aspectos logran llevar a buen puerto esa necesidad de comunicar que mueve todo intento o concepción de cultura y arte, según la medida que se le quiera dar al hecho creativo en sí mismo. Uno es el hambre que da la desesperación y la furia. El hambre que nace de la urgencia de sacar algo desde adentro, jugándose muchas veces la vida en ello, y el otro es el hambre que genera la curiosidad del conocimiento, la insatisfacción constante de ir siempre un poco más allá, de intentar conquistar el horizonte a pesar que lo sabemos imposible. Un tercer aspecto importante, para los dos anteriores, radica en la necesidad del artista de recibir una devolución por lo que produce. Sentir una gratificación de esa botella que tira al mar de la comunicación y lo intangible.

Voy a recurrir a un lugar común pero ineludible para el rock: Los Beatles. No hay lugar en el mundo donde su influencia no se haga notar; la música, en parte, es un antes y después de ellos. Creo que uno de los factores más importantes de este fenómeno que convirtió al rock en algo global, antes incluso de que existiera el término, fue su dupla compositiva más visible. En ellos, en su forma de sentir y expresar la música, se dio ese equilibrio único y exacto entre furia, urgencia y conocimiento, búsqueda incesante. Lennon y McCartney resumían esas cualidades y la amalgama lograda por ambos, junto a los condimentos agregados por sus compañeros de ruta, los llevaron a convertirse en el signo máximo de la segunda mitad del siglo XX y todo lo que vino y vendrá después. Abrieron las puertas a todas las formas de percepción, presentaron los riff del rock pesado (“Helter skelter”), dieron el primer rugido punk antes de que alguien imaginara siquiera que podía existir (“Everybody’s got something to hide except me and my monkey”). Marcaron el ritmo de la música electrónica (“Tomorrow never knows”), inventaron la world músic (“Love you to”) y la sicodelia “(Sgt. Pepper’s lonely hearts club band”). De su caldero inagotable surgió el magma de toda sonoridad posible, o casi. Y ese proceso fermentó en los artistas de la época llevando a la música, al rock esencialmente, a lugares insospechados.

Lugares insospechados

Otro ejemplo podemos apreciar promediando los años setenta, durante el surgimiento de la movida punk en el Reino Unido. En esos tiempos aparecían bandas como hongos, sin embargo apenas un par de años después de toda esa efervescencia no quedaron casi rastros visibles. Hoy a la distancia, si tuviéramos que nombrar a boca de jarro algunas bandas de ese período, seguramente los Clash y los Sex Pistols serían de los primeros que se nos vendrían a la mente. ¿Por qué? Ambas bandas, sin lugar a dudas, representaron estos conceptos de hambre artística en ese momento histórico. El nihilismo de los Pistols, sus banderas de anarquía y “No future”, su espíritu autodestructivo, nacido de la desidia, de estar en el paro, de ser jóvenes y sentirse realmente sin horizontes, perdidos. Cascarones vacíos. Tenían la necesidad de estallar, de desintegrarse para ver si de ese modo podían volver a reconstruirse desde cero. Aun sin saber qué construir. La quintaesencia de su sonido radicaba en ese vómito de furia que anidaba en su pecho, eso se puede llamar “hambre”.

Los Clash, por el contrario, representaban la otra cara de esa misma sensación. Con una doctrina más política, más organizados, y a la vez con una curiosidad y una formación musical más amplia. Se convirtieron en los transgresores capaces de leer y descubrir sonoridades callejeras por venir; con sus discos se adelantaron a lo que luego serían sonidos establecidos. La experimentación, la búsqueda constante, y una curiosidad a prueba de todo, les permitieron desarrollar un camino más ordenado y preciso, pero impregnado de la otra cara de la moneda de esa misma “hambre”. Eso los llevó a adentrarse en el corazón de sonidos que marcarían toda una década y más. La revista Rolling Stone eligió como disco emblemático de la década de los ’80 esa joya eterna llamada London Calling.

Habrá muchas bandas recordadas y representativas de aquella época, según lo que cada uno haya escuchado o conocido. No debemos dejar de lado que la música es ante todo experiencia de vida, aquella que nos hace de banda sonora es la que en definitiva queda en nosotros. Pero hay sonidos que se convierten en la raíz más profunda de esa experiencia y por más que nunca los hayas escuchado, si alguna vez disfrutaste un disco de lo que hoy está etiquetado como punk rock, los escuchaste a ellos. Ninguna banda, como estas dos, dejó marcado los cánones sonoros, estéticos e ideológicos de esta forma de sentir. Estos ejemplos son una forma de presentar el  concepto del “hambre” desde la urgencia de decir, de expulsar, de liberar emociones y la búsqueda de nuevos horizontes y experiencias sonoras. Este es el punto de partida de este tema. En la próxima entrega seguimos presentado esta idea y al lugar donde queremos llegar.

Continuará.

Gustavo Aguilera