La Vida Misma

“Confía en la historia pero no en el que la cuenta”, decía Joe Strummer a fines de los ’70s. Hace unos cuantos años, mientras paseábamos a Fuckface, le comenté esa frase a Alexa, al repasar un texto de Nietzsche. Recuerdo que se detuvo y me miró con unos ojos tan grises como las nubes que amenazaban la mañana otoñal. “¡Es genial!”, exclamó con la vitalidad que la caracterizaba. Lo cierto es que, una historia tiene tantas aristas como narradores. Dependerá de las vivencias y características de quien la cuente, así como de quien la reciba.

Existen distintas versiones sobre un mismo suceso debido a que las personas observan y analizan un evento de distinto modo según la escala de juicios, afinidades dogmáticas, culturales, valores morales, entre otros, que poseen. En consecuencia, la interpretación de un acontecimiento es meramente subjetiva; múltiple y parcializada. Para extraer o sintetizar la verdad con relación a un hecho es pertinente elaborar una conclusión propia en base a los distintos criterios escuchados. Según el novelista francés, Honoré de Balzac, hay dos historias: la historia oficial, mentirosa, la que se nos enseña. Y la historia secreta en la que se hallan las verdaderas causas de los acontecimientos; una historia vergonzosa.

Tiempo después, Alexa alimentaba unos patos en la Fuente de los Italianos, ubicada en el mayor parque londinense, cuando recordó la frase de Strummer. Se encontraba buscando tema para su tesis del Doctorado en Literatura Inglesa. Fue así, que inspirada en aquella mañana nublada, en el Parque Rodó, encontró su ansiado título para terminar sus estudios. “El narrador poco confiable: la vida misma” sorprendió a varios catedráticos de la progresista Universidad de Londres. Luego de tres años de posgrado, en dicha ciudad, volvió a Madrid donde transcurrió su vida. Se había especializado en su autor favorito: John Keats, uno de los principales poetas británicos del Romanticismo.

Estaba casada con un productor de cine español cuando le diagnosticaron una cruel enfermedad que, en seis meses, la transportó a otro plano. En marzo y abril de 2020 estuve 40 días varado en Londres. El motivo de mi viaje fue visitar las cenizas del par de iris más hermosos que conocí. Varios atardeceres me encontraron arrodillado en el Hyde Park, ante la atónita mirada de un par de patos que respetaban mis lágrimas. Sin quererlo, me sumé al cómplice silencio de una cosmópolis en pausa. Mientras doce millones de londinenses permanecían secuestrados en sus casas, supe abrazar la nada y sentir lo que Dylan relata en su mejor canción de amor. Los abrazos que nos robaron. Los que das una sola vez en la vida. Esos que duran un millón de años…

Hugo Gutiérrez