Licor de Brompton

El sorteo para elegir los servicios de salud donde realizar el Internado de la Licenciatura en Fisioterapia me permitió elegir en primer lugar. Ya lo tenía decidido hacía tiempo, por una cuestión de cercanía, así que cuando el bolillero me nombró, grité: «Instituto Nacional de Oncología», causando risas en el resto de mi generación de estudios. Nadie quería ir ahí, de hecho fui el único fisioterapeuta en marcar tarjeta en dicho centro, lo cual tenía sus ventajas.

Me supervisaba un veterano Oncólogo con quien tenía muy buena relación. Él me asignaba los pacientes por ser el Jefe de Piso. Mi función, además de la paliativa mediante el uso del TENS, consistía en brindarle una mayor calidad de vida a los pacientes dependiendo del estadío en que se encontraran. Todavía puedo sentir el olor que emanaba el cangrejo al devorar los tejidos. Un aroma único que quedaba impregnado en las paredes de la habitación durante semanas. Una sensación intransferible.

Recuerdo haber atendido un gran número de pacientes con distinta suerte, pero hubo uno muy especial. “Fíjate que podés hacer, es un señor muy problemático y malhumorado”, me dijo el viejo Oncólogo. Martínez era porteño, estaba internado por padecer cáncer de esófago, además tenía una amputación suprapatelar izquierda sumado a una hemiparesia del mismo lado, consecuencia de un antiguo Accidente Vascular Encefálico. Condición que lo tenia, hacía meses, confinado en la cama de la Sala 6, sin acompañante, sin visitas y experimentando una profunda depresión.

Cuando llegué por primera vez a la habitación, me llamó la atención una cortina de dudosa higiene, que ocultaba la cama de Martínez. Me presenté, luego de los “buenos días” correspondientes, mientras el paciente con quien Martínez compartía la sala, balanceaba lentamente su cabeza de diestra a siniestra. Al segundo intento, voló su (único) zapato derecho del otro lado de la cortina casi blanca. Esta escena se repitió durante tres días consecutivos. En mi cuarta visita, para mi sorpresa, el veterano paciente me estaba esperando, sentado al borde de su cama recién tendida, con una pregunta: “¿Qué mierda quiere hacer conmigo?”. Fue así como, todas las mañanas, luego de una larga charla inicial, llevamos a cabo un rutinario plan de rehabilitación.

Con el paso de las semanas, al ver progresos, fue aumentando su motivación. Entre ejercicios varios, compartíamos jugosas anécdotas. Las más divertidas eran las originadas en la mesa que compartía con Symns, en aquel bar de La Paternal, donde un cebollita Maradona, después del entrenamiento con las divisiones inferiores de Argentinos Juniors, dominaba la chapita de gaseosa en la vereda, a cambio de unas monedas.

Fue en una de esas jornadas matutinas cuando me manifestó su mayor deseo: “lo único que quiero, es llegar al 24 de diciembre para el cumpleaños de mi nieta, con eso me conformo”. Mi respuesta fue una especie de oda a la incertidumbre, eso que sólo se combate con voluntad. Así transcurrieron tres meses de arduo tratamiento fisioterápico, hasta llegar a la ansiada Nochebuena. El mediodía de ese 24 de diciembre, Martínez subió a la ambulancia, que lo transportó al domicilio de su hijo, con la ayuda de sus muletas que, a esa altura, dominaba sin problemas. Ya arriba de la camioneta, no tenía palabras de agradecimiento y con lágrimas en los ojos me dijo, con la propiedad de un veterano de mil guerras: “Usted es de las pocas personas que no me defraudó”. Quedé sentado en la pequeña escalera de ingreso al nosocomio, mientras saludaba al añoso paciente. Mi pulgar izquierdo desafió a las sucias ventanillas del vehículo con sirena, que emprendía la marcha. Instantes después, el Oncólogo Jefe de Piso me llamó a su oficina. Al entrar me dio a leer una nota, la misma iba dirigida al MSP pidiendo la creación de tres cargos fijos de Fisioterapeutas para el Instituto Nacional de Oncología, “debido al desempeño, llevado adelante en los últimos meses, del Interno de Fisioterapia».

Ya pronto para retirarme, la enfermera encontró un sobre con mi nombre debajo del colchón de Martínez. Una especie de carta de despedida, escrita de puño y letra, rezaba: “Hay bacterias y virus por todas partes. En la mesa donde almorzás con tu mujer, en la cama del hotel donde copulás a tu amante, hasta en la hamaca donde columpiás a tu hija. El 100% de nuestro genoma es bacterial y vírico. ¡¡Y nos quieren hacer creer que un virus es la causa de nuestra podredumbre!! El 90% de nuestras células son bacterias, la vida tiene que ver con la colaboración y la cooperación. Los simbióticos son buenos, no nos quieren matar, porque si nos matan, se mueren con nosotros. El peor virus es el diseminado por el poder y se manifiesta en todos los sistemas existentes que procuran controlar la libertad. Tenga presente estas líneas dentro de unos años“. Ese fue mi último contacto con el experimentado ácrata. También fue mi último día en ese olvidado centro asistencial. Se terminaba un ciclo…

Hugo Gutiérrez