“Me tenés que hacer la segunda, Hugo. ¡Por favor, no me dejés tirado!”, me dijo Javier en un tono que no le había escuchado antes. Estábamos entrenando en el garage de Fajardo, unos años antes de que se convirtiera en sala de musculación de la Selección Uruguaya de Basketball. Sonaba DRI con Jello Biafra en el casetero del radiograbador, y mientras me ayudaba con la última repetición de press de pecho inclinado, me volvió a explicar: “la condición para que Betiana acepte salir conmigo es que lleve un amigo para Dafne. Vos estás solo, no te cuesta nada hacerme esa gauchada”.
Javier y Betiana eran compañeros de clase en la vieja Facultad de Humanidades y Ciencias, donde cursaban Licenciatura en Literatura; su primera salida estaba condicionada con mi cita a ciegas con una tal Dafne. Dado que nunca lo había visto tan preocupado, coordinamos el encuentro grupal para un sábado de septiembre.
Lo cierto es que a Dafne no la llegué a conocer porque el jueves anterior a la cita, Javier se presentó en el gym con Betiana y su también compañera de estudios Alexa, quien hacía unos días había terminado con su novio. Primero atravesaron el portón del garage, a las risas, los promitentes tortolitos, mientras Alexa quedó afuera. Me encontraba realizando un curl de bíceps cuando la vi por primera vez, el disco del lado izquierdo casi fractura el metatarso de mi pie inhábil. Si no era la chica más bonita de la ciudad, pegaba en el palo. Condición que suele dejarme afásico. Por suerte, Javier tuvo la brillante idea de ir a jugar al Pictionary a su casa. Letras y palabras era justo lo que me faltaban.
Camino a la parada del 191 se dio nuestro fallido diálogo inicial: -“tenés fuego?”, me preguntó al extraer un cigarro de su mochila. -“No fumo”, le respondí con orgullo. -“es verdad que sos un superpunk”, ironizó mientras le comentó algo, en voz baja, a Betiana. -“Sería muy estúpido, de mi parte, llevar un cigarrillo a la boca después de entrenar, ¿no te parece?” le respondí con más orgullo aún. No volvimos a cruzar palabra, apenas la escuché tararear una canción de Dylan, en el viaje rumbo al desolado apartamento de Javier, en Pocitos.
Con el tiempo descubrí que sólo fumaba y entonaba melodías cuando estaba muy nerviosa. También, con el tiempo, pude descifrar lo que le comentó a su amiga, en voz baja, aquella jornada: “¡con este imbécil no salgo ni en pedo!” Si bien nunca me caractericé por la verborragia, las frases siempre estuvieron presentes en mi cabeza. Esa noche, quedó demostrado. Con Alexa, arrasamos en el desafío del clásico juego de caja.
Durante ese mes, nos encontramos todas las tardes en lo de Javier, aprovechando que sus padres estaban en Europa. Con el paso de los años, la futura Doctora en Literatura Inglesa, se transformó en una de las personas más importantes de mi vida. También lo era, cuando recibió aquella beca para profundizar sus estudios en Madrid y Londres, hecho que nos distanciaría. Fue así como en nuestra última cena, entre lágrimas, prometimos volver a encontrarnos en el final de los días. Todavía la recuerdo, en el aeropuerto, dándose vuelta para mostrarme la tapa del Time out of Mind (mi regalo para su cumpleaños número 22) que sonaba en su discman mientras embarcaba.
Hace un año, una cruel enfermedad nos terminó de separar, esta vez, para siempre. Bueno, al menos en este plano. En este momento, sus cenizas iluminan una fuente londinense, ubicada en pleno corazón del Hyde Park. Nunca antes había realizado un pacto. Será por eso que, a pesar de todo, me resultó imposible no cumplirlo.
Hugo Gutiérrez