Cuando la realidad supera ampliamente a la ficción. El acontecimiento épico que se describe a continuación ocurrió en Villa Dolores. Alfredo Gómez, desde USA (vía mail), me pidió detalles de lo sucedido y lo llevó al papel con el enorme poder narrativo que lo caracteriza. Me tomé el atrevimiento, con su consentimiento, de ajustar algunos detalles, cambiar el título y acotar la historia.
-¿Cómo estás?
-Como la mona…
El gordo de la pizzería Venecia hacía ya media hora que estaba por cerrar, pero como siempre, una pareja de novios no lo dejaba. Tendrían entre dieciocho y veinte años, y estaban sentados contra una de las ventanas que daba a Bernardina Fragoso de Rivera; los tortolitos, agarrados de la mano, mezclaban piquitos inocentes con una pizzeta mediana de hongos y morrones. Ella era rubia y flaca, cara de guacha tierna y gestos pitucos, con tetas redondeadas que se insinuaban por debajo del buzo de lana celestón. El parecía un guacho típico de Pocitos; uno de esos nenes de mamá con acceso ilimitado al auto y la billetera familiar. El gordo los relojeaba sin mucho entusiasmo mientras sacudía las bandejas y le pasaba el trapo al mostrador. A su derecha, la enorme pantalla de televisión mostraba en diferido un partido de fútbol argentino en el canal Torneos y Competencias, y a su izquierda uno de los empleados se esmeraba con la esponja de aluminio, dándole con fuerza a los bordes del horno.
No andaba un alma por Rivera, y los focos desparramaban una luz enfermiza que al rebotar sobre las veredas volvía aún más inhóspita la avenida. De vez en cuando, un auto, un ómnibus o algún carro de clasificador rompía el silencio de la madrugada invernal y los ruidos se amplificaban notablemente; pero era un eco lúgubre y en cámara lenta, como si todo el barrio hubiera muerto hacía ya bastante tiempo. El gordo dejó de limpiar y con gesto distraído enfocó la vista en la Plaza Viera, completamente desierta. No había sido una buena semana, las ventas habían caído un poco pese a la asistencia regular de varios jugadores de fútbol que eran el gancho principal del negocio. Los muchachos (como le gustaba llamarlos) generalmente arrastraban a mucha gente del ambiente: directivos, hinchas, periodistas de radio y televisión, alcahuetes, cafishos, contratistas, delincuentes y algún que otro traficante de merca. La fauna habitual. Toda esa gente consumía en el local, aunque últimamente y a juzgar por los números de caja, lo hacían bastante menos.
El chirrido de una silla le hizo volver la cabeza. El nene de Pocitos con un gesto señaló un par de billetes que dejaba sobre la mesa, el gordo asintió con un balanceo de pescuezo. La minita de tetas redondeadas también amagó un saludo amable y después se encaminaron hacia la puerta.
El empleado se apresuró a limpiar la mesa y a recoger la propina, que aparentemente no era mucha. Después se metió en la cocina para buscar el balde y el trapo de piso, el reloj marcaba exactamente las tres y cinco de la mañana. Casi inmediatamente llegó Edmundo arrastrándose con la cabeza destrozada. Restos de piel y cuero cabelludo le colgaban a jirones y la sangre caía libremente sobre el piso del local, que por suerte aún estaba sin lavar. De la cintura hacia abajo, un lamparón enorme y oscuro se deslizaba rumbo a los tobillos.
-«Dame un vaso de agua… Ayudame» dijo Edmundo, antes de caer desmayado.
El Urólogo grado 5 del Hospital de Clínicas recibió un llamado de apuro a las cuatro de la mañana. Un caso muy extraño le habían dicho por teléfono.
«Un paciente recién ingresado con amputación peneana proximal y unas lesiones rarísimas en cuero cabelludo y pecho. Tiene que ver estas heridas. Nunca hemos visto algo así», le comentó la Nurse de guardia.
El doctor se levantó de apuro y en menos de diez minutos había llegado al hospital.
En cuarenta años de profesión jamás había visto algo igual; el pobre diablo había perdido por completo su miembro viril y a juzgar por las marcas de la piel no le había sido amputado por un objeto cortante sino que se lo habían desgarrado y arrancado aparentemente a mordiscones o a zarpazos. Observaba a Edmundo mientras dormía; las heridas en la cabeza también llamaban su atención, no podían haber sido ocasionadas con ningún instrumento conocido. Se estremeció al pensar en el dolor sufrido por la víctima. Si hubieran estado en el campo, casi podría jurar que serían producto de un animal salvaje, pero en plena ciudad esta hipótesis perdía fuerza. Nadie sabía qué o quiénes lo habían torturado de esa manera.
La policía se había hecho cargo del caso y el comisario de la Décima parecía muy entusiasmado con la idea de que el pobre infeliz habría sido secuestrado por una secta satánica. Esa fue la versión que deslizó a la prensa. Había mandado un par de agentes para interrogar al paciente, pero éste se encontraba sedado y no pudo hacer ningún tipo de declaraciones. Después, cuando por fin despertó, no supo explicar claramente lo sucedido y se limitó a decir que lo habían tirado de un auto en marcha por Rivera y Dolores Pereira de Rossell, con lo que la sospecha de la secta satánica se hizo un poco más racional.
El comisario pensaba que el caso Edmundo era una pérdida de tiempo; no parecía fácil de resolver y en vista de la situación económica de la víctima, no había ninguna posibilidad de recibir coimas o algún otro tipo de «agradecimiento» en caso de que apareciera el culpable; pero si lograba convencer a sus superiores de que el pobre pichi había sido víctima de una secta satánica, éstos no tendrían más remedio que derivar el caso a Asuntos Especiales, lo que le dejaría a él y a sus hombres las manos libres para ocuparse de casos más «importantes» en el corazón de Pocitos, zona donde los habitantes tienen fama de ser agradecidos con la policía.
Edmundo no era malo. Le gustaba salir a caminar en bolas por Rivera siempre con intenciones de entrar al Montevideo Shopping Center; incluso una vez lo habían agarrado en el Prado, corriendo desnudo por el Rosedal. Dormía en la calle, en cualquier rincón y se alimentaba de lo que fuera. A mucha gente le daba lástima porque era del barrio y en los primeros tiempos de su desgracia trataban de ayudarlo, pero la actitud de Edmundo a veces enfurecía a los vecinos .Sobre todo en aquella ocasión que persiguió a Angie hasta la puerta de la casa y después de que la guacha, que tenía trece años, llamara al padre asustada, Edmundo se quedó en bolas y trató de explicarle al veterano que venía a pedir la mano de su hija. No hace falta decir que se necesitaron ocho vecinos para que el hombre dejara de pegarle.
Pero Edmundo no era la clase de enfermo mental capaz de violar a una guacha de trece años o de lastimar a alguien. No tenía la maldad que tanto abunda en muchos tipos «normales».
El guardia tomaba mate y miraba la tele cuando explotó el pajarerío de la jaula más lejana a la caseta de vigilancia. Los primeros en dar la alarma fueron los guacamayos, después los tucanes de pico rojo y finalmente las cotorras del Amazonas. No hacía mucho tiempo que trabajaba de guardia en el Zoológico de Villa Dolores, pero de a poco se había ido acostumbrando a los conciertos nocturnos como aquél. Conocía de memoria el orden en que tocaba la «orquesta»: primero los pájaros, después los monos, luego las fieras y finalmente, si la cosa pintaba en serio, los elefantes, que despertaban a todo el vecindario.
Al principio, cuando era nuevo en el trabajo, escuchaba el alboroto y salía a las corridas a ver qué pasaba, con la linterna en la mano izquierda y un palo de considerables proporciones en la derecha, y siempre era lo mismo: los ruidos de la calle, las gaviotas que venían a robar comida o las ratas; en Villa Dolores vivían millones de ratas que muchas veces se metían en las jaulas y le robaban la fruta a los papagayos o incluso se comían los huevos de ciertas aves finísimas. Así que levantó el volumen y trató de concentrarse en la película de terror que pasaban en el canal 4 sin darle mucha bola a los ruidos de afuera, que a cada segundo se intensificaban. Pensó en salir a dar una vuelta cuando llegara la tanda publicitaria, pero hacía un frío de cagarse y a la linterna le quedaba poca pila. Además no valía la pena, seguramente sería una rata. O capaz el loco de mierda de la semana pasada – pensó, recordando el extraño episodio – Pero no, hoy está muy frío. Además, después del susto que se había llevado, el loco aquél seguro no pisaba nunca más el zoológico.
Todo había pasado el sábado anterior. Eran las dos de la mañana cuando los bichos empezaron a armar escándalo, igual que esta noche; él estaba dormido, sentado en una silla con los pies apoyados sobre un taburete, pero el griterío era tal que lo despertó y le hizo parar la oreja. El alboroto mayor venía de la jaula de los monos Babuinos, algo que no era muy usual, y al guardia se le ocurrió que de repente se podrían estar peleando por alguna hembra. Los Babuinos estaban en época de celo y las autoridades del Zoo ya habían dejado varias notas con instrucciones de que si estallaba alguna pelea en el interior de la jaula el cuidador debería ir a golpear con el palo los barrotes para lograr que se separaran; porque los Babuinos a veces pelean a muerte, y cada animal le había costado a la IMM mil trescientos dólares. Si alguno moría en una pelea, la cabeza del guardia no valdría gran cosa. Así que a las puteadas se puso la campera y con la linterna en la siniestra y el palo en la diestra salió a investigar la situación. Y lo que vio lo dejó boquiabierto.
Un hombre, un loco de mierda, porque otra cosa no podía ser, estaba de pie junto a la jaula de los Babuinos con los pantalones bajos y su órgano sexual al aire. En la mano llevaba cáscaras de fruta y se las ofrecía a una de las monas a través de los barrotes con chistidos y gruñidos casi de animal. Los Babuinos, espantados, gritaban con todas sus fuerzas. El cuidador le encajó el haz de la linterna directamente en los ojos y haciéndole creer que tenía una pistola lo obligó a levantarse los pantalones. Pensó en llamar a la policía, pero cuando vio la estampa del pobre loco, sin dudas un enfermo mental que vivía en la calle, se dio cuenta de que no valía la pena. Le dijo que no hiciera eso nunca más, que los Babuinos son monos con una fuerza terrible y que así como esa noche le habían demostrado miedo, otro día podían atacarlo entre todos. Después le señaló el muro que daba a Rossell y Rius y lo amenazó con pegarle un tiro si lo veía otra vez por el Zoológico.
El concierto de los animales salvajes, lejos de disminuir, parecía ir en aumento, pero al guardia le daba pereza ir a investigar. Ya le había dicho un compañero que cuando los Babuinos se peleaban entre sí dejaban escapar rugidos como de perro, y este no era el caso. Los monos gritaban, es verdad, pero no parecía que estuvieran peleando entre ellos. Los que más rompían las bolas eran los guacamayos, que tenían pulmones de acero debido al intercambio de gases más eficiente que poseen. También le pareció reconocer, entre los gritos de los monos y el escándalo de las aves, gritos humanos que desaparecían entre el barullo de los animales, pero sin dudas era una distorsión causada por el viento. Trató de concentrarse en la película pero ya ni el volumen al máximo tapaba el alboroto ocasionado afuera. Miró el reloj; las tres menos veinte. Al final no aguantó más y se puso la campera, abrió la puerta y el frío de la noche le dio de lleno en la cara. Caminó unos pasos y se llevó las manos a la boca, oficiando de megáfono, mientras gritó con todas sus fuerzas:
-«¡Cállense. Hijos de mil puta!»
Alfredo Gómez – Hugo Gutiérrez