Largos debates y acaloradas discusiones se vienen produciendo desde un tiempo a esta parte sobre todo desde el ámbito musical en torno a una pregunta que resulta cada vez más recurrente y más difícil de esquivar, incluso hasta para el más visceral de los negacionistas, y es referida a si el rock ha muerto o está en vías de inexorable extinción… Sin ánimo de encontrar una verdad absoluta ni definitiva al tema, este artículo pretende, por el contrario, arrojar luz y profundizar desde el análisis como herramienta, las posibles aristas que el tópico presenta, ya que posiblemente no exista esa respuesta definitiva que clausure la discusión, pues se trata de una situación multicausal, de factores múltiples cuyo análisis despertará probablemente más interrogantes que certezas, pero al menos se intentará humildemente abrir un poco el espectro en donde es preciso visualizar que la clave se halla en entender qué está sucediendo para que el rock esté en esta suerte de condición disminuida, más que predecir su futuro o fecha de caducidad.
Lo primero que resulta conveniente aclarar es que si bien podemos llegar a un consenso de que el rock aún no ha muerto, es innegable que éste no goza de buena salud; pues bien, ¿en qué nos podríamos basar para realizar dicha afirmación?… Primero que nada en las mediciones más inmediatas que uno como simple aficionado no puede apartarse, que son sus márgenes de popularidad -aunque el análisis en primera instancia se reduzca a términos cuantitativos-, pues aquí ya nos encontramos tal vez ante la primera encrucijada temática. ¿Con qué parámetros medimos la popularidad hoy en día?, incluso una vez que establecemos esos parámetros, ¿esa es la meta aspiracional?… Despejemos algunas cuestiones.
Primero debemos tener claro que el rock tuvo su pico máximo en márgenes de popularidad entre los ’60 y los ’70 del pasado siglo, que mutó y sobrevivió en los ’80 y se redefinió en los ’90 encontrando aquí sus últimos ecos de gloria. Pues la pregunta sería, más allá de esta rápida y arbitraria línea evolutiva planteada, ¿que pasó en ese lapso aproximado de 25 años a esta parte donde comienza el punto de inflexión involutiva?, o mejor dicho, ¿qué cambió en dicho período? ¿Cambió el rock? ¿Llegó a su pico y comenzó su descenso? (como todos los procesos existentes) ¿o justamente cambió el mundo y junto a eso la industria musical y del entrenimiento en general y el rock no pudo o no supo acompañar esos cambios? ¿Por qué el rock no parece llegarle de forma masiva a las generaciones venideras como lo hacia décadas atrás?, ¿fue por su propia incapacidad de redefinición? ¿O por entender que esa redefinición necesaria podía suponer erróneamente una pérdida en su esencia y estilo? ¿O acaso no era el objetivo de las grandes bandas liderar las antiguas listas y rankings de popularidad? ¿Es la revolución digital y tecnológica que anuló la figura del disco casi por completo y democratizó el acceso a la música como nunca antes a través de las múltiples plataformás y demás, como habría sugerido en alguna entrevista el legendario Gene Simmons? Pues, ¿eso no debería ser en principio una herramienta favorable e incluso igualadora para los nuevos talentos? ¿Cómo sobrevive el rock en un nuevo mundo frío regido por las lógicas algorítmicas y cuantitativas?… Como vemos, el tema es muy complejo y cada línea de debate puede abrir peligrosamente un sinfín de varios debates más, y cada pregunta se puede convertir en una repregunta en forma de espiral derivando en una suerte de dinámica laberíntica difícil de despejar. Por lo tanto, sería adecuado volver al punto inicial basado en que el rock no goza de buena salud actualmente, y al identificar como inicio de ese proceso de quiebre los comienzos del siglo XXI, trataremos de mantener el foco de análisis en dicho punto.
- El Rock en tiempos de cólera…
La primera de las aristas que debe abordarse refiere a cómo se halla o qué rol ocupa el rock en el contexto de la cultura actual, es decir la cultura posmoderna, entendiendo que la posmodernidad es un concepto que ameritaría incluso otro artículo aparte y que desde su concepción ha despertado largos debates académicos, encontrándose aún en construcción. Pero su definición como época volátil, ecléctica y líquida puede ayudarnos a entender ciertas estructuras y cánones que están enrabados con el rock y su posible extinción.
Hace algunas décadas atrás era impensado que hoy en día estemos hablando de la posible defunción del rock, no sólo por ser un género musical tan rico y predominante, sino por ser probablemente la expresión artística más popular y poderosa del siglo XX, entendiendo que difícilmente haya existido una revolución estética y cultural tan versátil, democratizadora y de tanto alcance como el rock (sólo comparable con el cine), pues el rock no lideraba el maisntream sino que directamente lo creó y lo contempló al unísono, es decir la hegemonía cultural, ubicando a la música como elemento masivo y de enorme influencia social, nace y de desarrolla con el rock. La figura icónica ya sea Elvis o Chuck Berry como el poder de la simbología cognoscente y semiótica de una guitarra, e incluso el baile como un elemento liberador y de comunión más allá de su antropológica cualidad ritualista, son elementos que toman una forma y un sentido a partir del rock y su inédito poder de convocatoria y llegada, siendo una pieza clave para conformar la figura del joven como protagonista social en un despertar de rebeldía y revelación en una nueva era donde la plenitud se empezaba a buscar más allá del confort mundano del capitalismo de la posguerra. Pues, por lo anteriormente expresado, si el rock fue prácticamente la clave de todo en ese nuevo mundo de vanguardias y rupturas donde tal vez por primera vez el poder del mecenazgo radicaba en las masas y en su poder de elección y no en las elites o ámbitos de poder, cuesta entender cómo ese fuego se está apagando.
Es menester entender al rock como un producto poderosísimo de su época que tuvo su evolución como todo proceso vital y orgánico, cuyo pico de auge se dio en los ’60 y ’70 empezando luego su posterior descenso como parte de un proceso que va más allá de lo estrictamente musical, teniendo más que ver con los propios procesos históricos. Es decir, citando a historiadores de gran ascendencia como Braudel, la realidad social es una unidad conformada por diferentes tiempos, caracterizada por parámetros, códigos, costumbres, hábitos, gustos y preferencias que indican a su vez pautas de conducta y de convivencia y que a su vez están sujetos a estereotipos que son producto de coyunturas que se rigen por paradigmas que definen a una sociedad como un producto de su época con sus particularidades, inquietudes y demandas. En ese cambio civilizatorio natural y casi que por la propia decantación que Braudel definiría como procesos de larga duración pero que al corto plazo los mismos pueden ser progresivos y casi imperceptibles en el «imperio de los acontecimientos», el rock se encuentra inmerso en dicha transición. Tal vez una de las claves está en entender que el mismo, de algún modo, se amoldó con el correr del tiempo, fue adaptándose a ciertos cambios de corto plazo y sus formas mutaron acordes a ese ritmo, pues su versatilidad y el poder creativo de los músicos hacían que la evolución no fuera otra cosa que favorable. Del rock más clásico de los Stones y los Beatles a cierto endurecimiento por parte de bandas como los Who o Cream, a la heterogeneidad de Zeppelin y la experimentación psicodélica y progresiva de Floyd al temprano metal de Sabbath, existe una misma línea de coherencia, sustentada en la propia riqueza y talento que tal vez llegó a un pico en su nivel de creatividad, o los monstruos recién mencionados dejaron sin saberlo la vara demasiado alta, por no decir inalcanzable. Pero quedarse sólo con esa explicación sería un tanto simplista.
Volviendo un poco a esa transición coyuntural de la que se hacía mención, la misma se ve emparentada con cuestiones que tienen que ver con la gran revolución tecnológica, digital y comunicacional que se viene gestando con fuerza desde fines del siglo pasado y que algunos suelen definir como globalización y otros posmodernidad en un intento de ampliar un poco más el esquema de análisis. La cuestión es que en esta nueva era, llamémosle posmo-global, caracterizada por la inmediatez y el hedonismo, por la interacción interpersonal reducida a mera información, donde predomina lo sensorial más que lo sensible, donde lo cuantitativo parece imponerse a lo cualitativo, donde lo fugaz prevalece sobre lo duradero y lo individual se impone a la noción colectiva, el rock no parece encontrar su lugar y está lejos de lo que suelen llamar ahora, su zona de confort, ya que sin dudas ha perdido su pedestal de privilegio, por lo que cabría preguntarse: ¿es esto una casualidad? o ¿es parte de ese proceso de transición coyuntural civilizatoria que recién mencionábamos? ¿Es el rock y su lógica anquilosada quien no está preparado o a la altura de este nuevo mundo dinámico? O ¿es este nuevo mundo y sus coordenadas líquidas que no están preparadas para el rock y su grandeza?
El tema puede volverse aún más escabroso y engorroso si tenemos en cuenta que esa cultura posmo tan ecléctica y hedonista ha cambiado en sus estructuras socio-económicas, pues la tecnocracia le ha ganado una especie de pulseada implícita al concepto artesanal. El lenguaje líquido tan poderosamente visual y veloz forja una tendencia donde más que nunca la máquina se antepone al hombre, pero no a su voluntad, y la industria se amolda -o simplemente amolda a secas- su lógica a «esa lógica», la de la inmediatez banal y sensorial que reconocemos como posmo-global, y el rock queda en un lugar no muy cómodo de índole trasversal y difuso.
En este tiempo de cólera vertiginoso y de accesibilidad desmontable, donde el medio más que el mensaje parece ser un fin en sí mismo, el rock de estructuras laxas pero duraderas y viscerales no parece tener lugar, no parece ser redituable, no al menos para los cánones referenciales que la industria maneja y busca, pues la industria musical que es un fiel ejemplo de la lógica estructural en general, ya no existe como tal, o al menos en esta coyuntura la idea de pensar, por ejemplo, en hacer un disco inmortal como el Dark Side que este año celebra de hecho sus bodas de oro, ya no es compatible en esta lógica mercantil cuyo déficit atencional y apego al entretenimiento constante e instantáneo se distancian de lo extremadamente complejo que sólo es reservado para un lugar de supuesta elite y como parte de un pasado remoto que algunas generaciones compuestas por gente de más de 35 años revalorizará y pretenderá transmitir en clave de legado a las generaciones venideras, pero cuya cadena parece haberse quebrado o al menos la propia lógica del capital no parece querer restituir. O directamente dichas piezas serán ubicadas en el museo de cera de la posmodernidad, en esa suerte de galería de ensueño intangible vistas como obras clásicas o como parte de un pasado inmaculado destinado a ocupar un espacio cultural de minorías, algo así como un Mozart o un Chopin pero no como la regla a seguir.
La industria musical y del entretenimiento parece tener su propia lógica y ésta se adecua a la lógica del capital moderno, la que se hace fuerte desde el discurso de la tolerancia y del «do it yourself», aquella cultura que en teoría premia el emprendedurismo individual y que nos permite alcanzar el reconocimiento y la aceptación (conceptos híper valorados en la cultura de hoy) es la que reproduce valores estéticos acordes, donde la industria musical es funcional y parece legitimar únicamente lo más rápidamente procesado y digerible, ya sea trap, música urbana, reggaeton, o simplemente la música que el catálogo indique, donde más allá de posibles matices mínimos todos tienen algo en común: la búsqueda del impacto sensorial rápido y efectista, la poca complejidad compositiva, donde no hay lugar para aquellos solos épicos de guitarras y riffs eternos y gloriosos en modo Angus, pues lo mercantil prevalece sobre cualquier otra intención meramente artística y eso no sería tan bueno. Pues ya se avizoraba desde la escuela de Francfkort desde mediados del siglo pasado, los peligros que podía acarrear el hecho de que el arte se convirtiera en una mera representación estética y olvidara su cualidad fundamental de herramienta transformadora, rompiendo lazos de manera muy tajante con sus antepasados.
Lógicamente esta última parte del artículo podrá despertar polémicas y acusaciones de poseer una visión un tanto conservadora de los hechos, pero en definitiva este humilde análisis (y no tan humilde) pretende contrastar y contextualizar, contemplando las características de una época cuyos patrones son distintos a los de épocas pasadas, pero sin dudas, una época donde el rock no parece ser del todo bienvenido en el banquete de la «diversidad» de la cual se jacta.
- La difícil conservación como consecuencia del propio conservadurismo.
El rock sufre además de estar inmerso en una realidad que no le es demasiado amigable, el hecho de lidiar a su vez con el conservadurismo propio de sus honestos defensores, que en su instintiva intención de salvarlo, muchas veces terminan dañándolo aún más, amputando tal vez cualquier posibilidad de redefinición o restructuración que posibilite su necesaria conservación.
Siendo más específicos, ese conservadurismo lo podemos apreciar en tendencias de estancamiento que han sido un producto, a mi entender, muy negativos para el rock en cuanto a sus posibilidades de subsistencia, ya que cualquier movimiento cultural necesita en su misión de preservación, una renovación, una sucesión, simbiosis, transición o como quiera que se le llame, en clave de redefinición, restructuración o incluso mutación, como lo fue en su momento el progresivo pasaje del punk al post punk o a la movida new wave, por mencionar uno de los tantos ejemplos. Desde aproximadamente los últimos 20 años a la actualidad, el glaciar que implica la escena musical actual, pone al rock en un lugar estacionado de permanente nostalgia donde tipos de un rango entre 40 a 70 años rememoran incansablemente aquellos años dorados donde todo era fascinante, donde el rock era tendencia siempre en alza, donde las propuestas de nivel ya sea en el ámbito nacional o internacional sobraban, porque además el rock en sí mismo atesoraba una riqueza tal que ofrecía una variedad que hasta uno podía darse el lujo de optar e identificarse con un estilo u otro y mantenerse distanciado del resto, una especie de lógica de guetto dentro del propio rock, como sucedía, por ejemplo, acá con el metal y la movida punk en la época post dictadura, donde existía una rivalidad antagónica que hoy en día sería impensada y hasta ridícula.
Pero ese tiempo de ebullición y brillo pareció estancarse y ahí radica uno de los grandes problemas; la transición se detuvo, las bandas que lideran los carteles de los grandes festivales, que a su vez están mimetizados con la «cultura de la diversidad», son prácticamente las mismas que hace 20 años: Metallica, Foo Fighters, Megadeth, Maiden, por poner algunos ejemplos, son grupos cuyos integrantes superan fácil los 50 años y a su vez el público que los sigue no baja tampoco promedialmente de los 30. Probablemente desde System of a Down, Audioslave o The Strokes -representando a la movida retro- no surgen bandas que lleguen a ser fenómenos masivos de convocatoria y que a su vez se mantengan y perduren. Es difícil ver a jóvenes por la calle con remeras de bandas que no tengan más de 20 años de existencia; a su vez muchas de esas bandas icónicas, por la misma biología, ya no pueden dar lo que daban hace 20 años y su público tampoco puede lograr una interacción tan intensa como la que se producía en ese entonces, y probablemente los más jóvenes no tienen demasiado interés en formar parte de ese ritual que no les pertenece o del cual implícitamente quedaron excluidos.
Es, a mi entender, algo preocupante que el grado de insistencia en la idea de aferrarse al engañoso confort de lo ya repetido, logre fenómenos como el de las bandas tributo, que si bien son una expresión súper valida, la moribunda escena del rock nos muestra que convoca más cualquier banda que haga versiones mínimamente dignas de alguna banda ya consagrada que cualquier grupo relativamente nuevo, cuyos márgenes de despegue o resonancia son prácticamente imposibles por lo anteriormente expuesto. Aquí debe quedar claro que no existe un tema de culpabilidades, pues si el público masivo opta por ir a ver a una banda que hace covers sobre otra que ya no existe, o bandas que sustituyen su figura más emblemática con una suerte de holograma u otro tipo de implemento virtual más que darle la oportunidad a una banda novata, no es un tema de implicancias pero sí es un síntoma no demasiado auspicioso para el futuro del rock, que lógicamente al no permitir esa renovación científicamente necesaria, termina siendo artífice de su propio declive destinado inexorablemente a ser una expresión musical de culto pero a su vez de antaño en una lógica pseudo sectaria de futuras minorías, como la música clásica o el tango.
Existen algunos ejemplos que resultan bastante ilustrativos y que además le aportan una innegable cuota de color al anecdotario, pero sobre todo refuerzan el argumento esgrimido sobre esta cuestión, entre los cuales podemos mencionar los casos de aquellas bandas emblemáticas que igual perdiendo a sus máximos referentes ya sea por cuestiones inexorables de la propia biología o por la misma muerte, decidieron no abandonar el barco y seguir prendidos en la ruta, muchas de ellas encarnando un papel no del todo convincente y alcanzando grados un tanto indignos o al menos polémicos, ya que algunas ausencias resultan realmente insustituibles. Tal es el caso de bandas emblemáticas como los Creedence, que realizaron más de una gira, visitando incluso Uruguay con un marco de público más que aceptable, sin contar en dicha integración a ninguno de los dos Fogerty. También resulta llamativo el caso de los Beach Boys, que «giraron» sin contar con ninguno de los tres hermanos Wilson, pues lo más cercano a un liderazgo lo ocupaba un primo de los mismos que ni siquiera es Wilson de apellido. La lista de ejemplos de bandas que aplicaron formas hasta ridículas de remplazar a sus máximas figuras en nombre del grupo es muy larga, y no es la idea centrar el artículo en eso. Pero sí podemos llegar mediante esos ejemplos a la conclusión de que las grandes bandas funcionan como marcas y gran parte del público ha asumido su rol de consumidor pasivo, y aceptarlas así, es decir no parece importar demasiado si lo que están viendo y sobre todo escuchando sean o no los verdaderos creadores de la obra que contemplan y admiran, y que en cierta forma los movilizó hasta ahí. Sólo basta con que la misma sea ejecutada de forma más o menos precisa por algún interprete que actúa en nombre de… Esto reduce la composición a una mera cuestión de ejecución casi iconoclasta, ya que se venera a una entidad sin importar demasiado quien la represente.
Sin duda alguna es imposible omitir el ejemplo más elocuente de esta oda a la iconodulia musical (aquí debe aplicarse el término opuesto, aunque suene contradictorio) que es el caso de una banda de la cual no queda nada objetivamente tangible pero sigue siendo una de las más convocantes, y es el peculiar caso de Patricio y Sus Redonditos De Ricota (en su defecto, Los Fundamentalistas). Aquí ni siquiera hay músicos que convoquen en su nombre, sin embargo la avasallante fuerza del legado alcanza con creces para reunir a miles de fanáticos en torno a una banda cuya formación no incluye a ninguno de sus miembros excepto su líder, el cual en el último tiempo su representación se redujo a una suerte de presencia mística encarnada en un holograma como ese «Dios digital» al que sus letras alguna vez supieron cuestionar.
En definitiva, estos ejemplos un tanto perturbadores ya sea de iconoclasia o iconodulia musical, nos deben al menos interpelar a todos los que conformamos esta inmensa comunidad, ya sea como músicos, comunicadores o simplemente escuchas, en cuanto a qué le aportamos y qué le pedimos al rock en su rol de movimiento artístico masivo y transformador, cuando su renovación natural y necesaria parece estar estacionada por cierto conservadurismo a las formas y al temor inconsciente de perder el confort que implica estar siempre cerca de lo medianamente seguro y conocido.
Continuará…
Gonzalo Guido
» cuesta entender cómo ese fuego se está apagando »
buen artículo , me gustan leer éste tipo de críticas acá por gente mayor que le corresponde el lugar de enseñar, digamos, a los que quedan y vienen detrás.
el rock lo hacen rockeros, los rockeros son rebeldes, los rebeldes se oponen, tiene que haber un contexto socio-político establecido para saber qué le pasa a los rebeldes ¿existen rebeldes? ¿con qué ojos miramos a los rebeldes? ¿qué educación tenemos en casa ante la rebeldía como jóvenes «postmo-globales» ? ¿y qué educación le damos nosotros a nuestros hijos que nacen en ésta era?
rebeldes existen y existirán, por eso existe y existirá siempre el rock, pero nunca tendrán la popularización que les corresponda hasta que haya un problema que nos toque a todos como iguales y los rebeldes logren posicionarse como íconos representativos ante eso.
Aún así, viéndolo desde una perspectiva proveniente del mundo subterráneo, no necesita ser el centro de atención tampoco y puede que por ahí vaya también la nueva moda como respuesta a la masividad de lo que se encuentra en internet, el no querer estar en ese círculo superficial y falso, y si queres encontrar algo, buscalo… puede que eso también refleje el por qué de la no popularidad, pero no me centraría en la no popularidad, de hecho, creo que en cierto sentido, dependiendo de cada país, se tiene cierta popularidad admirable a menor escala que el rock de estadio (como lo definía la BBC en el 7 eras del rock), pero que aún así permite que siga viviendo de forma constante, con energía y renovándose. En los últimos 10 años más o menos, creo que han aparecido decenas de fanzines alrededor del mundo contando acerca de sus escenas, tanto nuevas como de antes, contando cómo funcionan, cómo se manejan, con un nivel altamente superior al nivel aniñado e inoscente que se veía en los fanzines de los 80s. revindicando el cómo aún existe de una u otra manera en cada lugar del mundo. Y menciono particularmente fanzines porque si bien podríamos catalogarlo también como una moda, el esfuerzo que éste requiere, es inmenso y no es comparable con el tener un sello discográfico pequeño/mediano/grande que edite diferentes bandas y las distribuya. Que sí es algo que se ha puesto extremadamente de moda y se re-edita todo lo que se encuentra, sea bueno o malo, simplemente a modo de vender, sobretodo en tema 12». Y la lectura de fanzines es para realmente quien gusta del formato, entonces se separa bastante el objetivo.
tocaste muchos puntos, es real que da para conversar rato de éste tipo de cosas… aunque no cambiará nada hasta que se vuelva a girar la rueda con la siguiente pedaleada.
opiné por opinar, me gusta hablar del declive jajajaja! a veces menos optimista que otras.
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