
«Tú
harta de tanta duda,
yo
de preguntarle al viento,
tú
¿que dónde conocí a la luna?
¿yo?
¿que en qué coños ocupo el tiempo?
-En salir, beber, el rollo de siempre,
meterme mil rayas, hablar con la gente…»
La tarde de ese viernes murió con estilo, deslizando sus últimas luces entre las ramas desnudas de los árboles de mi calle. Tiñendo el horizonte de un rojo intenso, mientras la noche agazapada, esperaba. «¿Whisky, Nico?», me preguntó Martín, haciéndome apartar la vista de los ventanales del viejo Bar Smidel. Asentí, «Dos Johnny dobles, Alexis». Bebí un trago largo que me calentó las tripas. «Martín, ¿te acordás cuando acá enfrente era La Última Curva? «. «Sí, no me olvido más el sábado que vimos a Buenos Muchachos y Neanderthal».
Una novia me decía siempre que soy un nostálgico sin recuperación, pero de qué otra manera podés escribir si no es destripando tus memorias, yendo al hueso, casi siempre para sentir lo que sentiste pero con los ojos de ahora. «La literatura es mentir bien la verdad», decía Onetti; para mí también es el viaje de cada uno hacia dentro.
Ese invierno de 2004 fue hermoso y triste a la vez, la crisis que había sacudido el Río de la Plata empezaba a desvanecerse, y tras meses de incertidumbre, la vuelta de un amigo de Estados Unidos nos había traído trabajo en la construcción. Creo que por eso nos habíamos juntado con Martín a tomar unas copas y charlar detalles de lo que sería el viaje a San José para empezar las tareas; construiríamos una casa y eso nos tendría alejados del barrio unos cuantos meses. Pero también tenía una espina dentro, me habían dejado hacía una semana y necesitaba el refugio de la conversación con un amigo y parar la máquina de mi cabeza. Me enredaba en pensamientos, tratando de ordenar los hechos, que todos sabemos que no existen, son sólo interpretaciones, pero aún no lo sabía.
Martín, volvió del baño y le dije para sentarnos en una mesa junto a la ventana. «¡Ahí no, gurises!», exclamó Alexis. Nos reímos; una vieja leyenda del Smidel contaba que la mesa que da a la calle 8 de Octubre es «la mesa de la muerte». Uno a uno sus ocupantes fueron muriendo; puedo asegurar que no pasó con nosotros porque veinte años después escribo esto. La muerte de los parroquianos que ocupaban ese lugar fue por causas ajenas a sentarse allí, pero somos montevideanos y nos encanta poblar lo cotidiano con leyendas.
Saque una caja de Richmond, encendí uno y se la pase a Martín. En ese momento la vi empujada por el viento pasar por 8 de Octubre, tan linda como hacía unos meses, apurada y con su pelo negro casi azul. Hice el amague de pararme, pero Martín con sabiduría me agarró del hombro y me dijo: «Ya fue Niko, ya fue». Y tenía razón, ya había pasado el tiempo donde nos moríamos de ganas de vivir, descosiéndonos a besos, con hambre de todo. Pero esa noche entendí que a veces la sed es más elegante y le pedí a Alexis dos whiskies más…
*Para algunos vivir es galopar
un camino empedrado de horas,
minutos y segundos.
Yo más humilde soy
y sólo quiero que la ola que surge
del último suspiro de un segundo,
me transporte mecido
hasta el siguiente*
Niko Pérez

