La Escollera y La Gaviota

«Pasa, pasa y me quema la brasa, bajo las estrellas, sé que nada sería capaz de cagarme la fiesta, sólo la fisura de siempre…”.

El asfalto de 18 de Julio brillaba bajo un cielo nublado cuando me bajé del 103 en la Plaza Independencia. Viernes, ocho de la noche, otoño. Cerré mi chaqueta y me di un saque de aire tormentoso y Montevideano bajo las puertas de la ciudadela.

Sin planes ni rumbo pero con una petaca de whisky, caminé por la calle Sarandí. Ese túnel al pasado de nuestra San Felipe y Santiago de Montevideo, la ciudad de los poetas, las bandas de rock, la ciudad gris, melancólica, la de las almas rotas que te piden una moneda.

Empujado por el aire de mar en mis pulmones o por el canto de las sirenas, caminé y caminé, hasta verme parado frente a la escollera. La espuma bañaba el hormigón, y mis botas. Mientras una gaviota tuerta destrozaba con su pico un pedazo podrido de carne.

Respiré otra vez, escuchando el ir y venir de las olas negras, como mi alma. Me senté, encendí un cigarro, solo como un Salinger, sudaca y nocturno.

Una bruma hermosa rodeaba mi soledad, hasta que la gaviota se posó a mi lado y fuimos compañeros, mientras mar adentro, las sirenas del Río de la Plata aullaban…

«Yo no amo este lugar».

Niko Pérez