La Mar Salá

Los ojos de María del Mar eran de un verde oscuro, malva, casi como el de las hojas de marihuana cuando están demasiado secas. Pero lo más bonito era su mirada, cuando al preguntarle algo te clavaba en tus pupilas esos ojos, mientras hacía una pausa, para luego responderte. La conocí una tarde de sábado en el Bar Jj en Villena, España. Lugar donde tras un amor, fui a vivir uno de los capítulos más interesantes de mi vida; casi tres años que incluyeron casamiento, divorcio, trabajo, amores, tristezas y alegrías.

Esa tarde de invierno me acompañaba mi amiga Inma, peluquera y mi fiel escudera en los recorridos por los bajos fondos ibéricos. Ambiente de fiesta corría en el aire helado, y se confirmaba en el cielo rojo del atardecer, que se veía sin nubes, tras de las torres del imponente castillo de La Atalaya, con mil años de historia en cada una de sus piedras.

Bajé mis ojos del cielo y pude ver a Mar cruzar la esquina con su eléctrica melena rojo fuego y metida en una chaqueta de cuero, cruzar la calle. Inma notó mi cara y me dijo: «Cierra la boca, chaval, ja. Esa es la amiga que esperamos y quería presentarte».

Se presentó, me dio dos besos y noté su pelo rizado, mis mejillas y su perfume, que olía a noche, si la noche tuviera aroma. También noté por primera vez la vampírica flecha de sus pupilas clavarse en las mías. Pagamos las cervezas y nos fuimos a la Galería de Arte y Bar El Túnel, de mi amigo Luis y su padre. El Túnel, junto a El Culto de mi querido amigo Agustín Poveda, fueron los mejores bares del mundo mundial.

La entrada larga pero preciosamente iluminada y decorada de ese templo de arte, rock y fiesta de mis colegas Luises, estaba esa noche particularmente encantador. Luis padre ponía copas y rockanrol con una elegancia que pocas veces vi en mi vida. Lo abracé y le pedí tres cubatas, que no me permitió pagarle en virtud a mi despedida, y que fueron llegando a nuestra mesa con un solo gesto de mi mano. Con cariño de padre y amigo nos había preparado una mesa al fondo en el sector de fumadores, y que hacía las veces de V.I.P., lugar íntimo y donde la música sonaba de un modo que permitía la conversación y donde se podía droguear, lejos de miradas inquisitorias…

«Con amigos y extraños

coincidimos en los baños

siempre te gustaron largas

amarga baja…»

Cantaba El Columpio Asesino desde los altavoces como si fuera testigo de nuestra actividad en ese rincón del bar. Sobre nuestras cabezas había un techo de vidrio que permitía atisbar las estrellas de puntas largas en la noche azul, mientras alguna nube recorría el cielo hacia ninguna parte. Fueron pasando las copas, los bailes, las rayas y las canciones que entonamos a voz en grito. En un momento Inma se fue con un chico, nos abrazamos y quedamos en tomar un café un par de días después. Nos habíamos quedado solos. Encendí un cigarro y se lo pasé torpemente, y con la misma torpeza intenté besarla; corrió su boca y me dijo: «Jamás vuelvas a hacer eso». Acto seguido me agarró la cara y me dio un beso largo y dulce.

Podría enumerar las cosas que me gustan de la noche, pero creo que la mejor es cuando me sorprende. El amanecer siempre llega como una mala noticia o como un dolor olvidado. Así es que dejamos el bar y por las angostas calles de Villena nos fuimos a su apartamento. Perjudicados y riéndonos y con una botella de Ribera del Duero en la mano, subimos las escaleras, entramos y nos desparramamos en su sillón. Por la ventana, como un ladrón, entraba el sol y alumbraba nuestros besos.

Mar fue mi dulce compañía los cuatro días que faltaban para que partiera mi vuelo hacia Montevideo. El día de la despedida me llevó en su coche a la estación de trenes de alta velocidad (AVE) que me depositarían en Madrid. Nos besamos y abrazamos y puso en mis manos una guía de la Virgen de la Pilarica, regalo para mi madre que me esperaba aquí a un mes de operarse del corazón, con riesgo de muerte y que por suerte no fue tal.

Me senté solo con mis valijas en la vacía estación, como un Kerouack cualquiera. Me prendí un cigarro mirando las vías vacías y pensé que la felicidad no es un lugar donde llegás, es el camino y la magia de esa gente que encontrás y camina un rato contigo. Di una pintada onda, largué el humo y sentí el silbato de mi tren a lo lejos.

Niko Pérez