
La esquina de mi casa brillaba bajo el aguacero, la veía a media cuadra, sentado en las escalinatas de piedra, de la vieja casa de mis abuelos. Por un rato me mantuve distraído viendo cómo el peso de las gotas vencía a las flores de hibisco, rojas y más vivas que nunca, mientras ellas seguían allí, fuertes, a pesar del embate cruel del agua.
La tranquilidad de mi calle estaba decorada por los focos de las farolas y de algún coche que pasaba tirando agua a los lados, dejando tras de sí el pavimento brilloso. Mi pelo largo mojaba aún más mi chaqueta de cuero, cuando decidí a paso más o menos firme (había mucho barro y no quería ensuciar mis Converse) levantarme y enfilar para la esquina; bajé a la calle, oteé el final oscuro de ese túnel que a veces parece la calle donde nací, dejando paso a un viento caliente, primaveral, que abría agujeros en la noche (ahora azul) y dejaba ver una luna llena y amarilla…
«¿Qué hacés, Niko?”, me soltó José, antes de fundirnos en un abrazo. Le solté «Amanece tan pronto y yo estoy tan solo», como un Bunbury cualquiera; se rió a carcajadas. Estoicamente, bajo el minúsculo volado de chapa, habían aguantado la parada, el citado José, su hermano Dani, El Colo y mi primo Marcel. Nos llevamos pocos años entre nosotros, los justos para ser todos de la generación X, compartir ciertos gustos musicales, el amor por el basket y sobre todo una rebeldía hija de quien deja la adolescencia y debe enfrentar la adultez cuando todo a su alrededor parece terminar. Y no hablo sólo del fin del siglo XX. Hablo de las consecuencias económicas que años de plan cóndor, gobiernos neoliberales, Chicago boys y demás, dejaron en esta castigada y rantifusa esquina del mundo.
Pero era sábado, por la noche, y nos habíamos comprado una botella de Johnny rojo que nos íbamos pasando, sentados en el cordón. Haciendo alguna pausa para, escondidos tras la parada del ómnibus, salpicarnos los pulmones con el milagro inca, «los viajes a buscar sabiduría», cómo decía el eterno Enrique Symns. Esa noche, contentos, estimulados, hablamos de basket, de música, de algún amor perdido en ciernes y de un viaje a la costa que hicimos a fines de ese año. Respirando la luna pálida y la bruma de la madrugada, sentí algo que aún me acompaña. En muchos momentos de placer y de una reinante sensación de bienestar, siento a veces una sombra que se cierne sobre nosotros, como la capa de Bela Lugosi en las pelis berretas de Ed Wood. Una sombra que presiento y que tal vez sea sólo la vida, para recordarme, que el «tempus fugit» y que no somos eternos, ni en la dicha ni en el dolor… Abrazados por la niebla y el brillo lunar, fuimos reyes sin corona de un pedazo de esquina, en una calle perdida de Montevideo, mientras todo alrededor se derrumbaba…
Escribo esto, tantos años después, aún no sé si con nostalgia o espanto. Lo escribo, porque no sé en qué helado pueblo de Wisconsin, pasa su vida José. Lo escribo porque vi a mi primo Marcel en Valencia, hace ya seis años, una tarde nos reímos y nos emborrachamos, quizá por última vez. Lo escribo porque nuestro Danielito, dos años después de aquella noche, decidió descerrajarse el cerebro de un tiro frente a la casa de un amor perdido. Sin posibilidad de que ninguno de nosotros pudiera hacer nada para evitarlo. Lo escribo porque extraño a aquel pibe delgado que pasaba a buscarme a casa para salir a patear la noche Montevideana. 22 años después, sólo El Colo se pasa por mi casa y compartimos charlas, música, copas, cigarrillos y a veces silencios… Aún llueve a veces, aún hay lunas plateadas y cielos azules. Más allá de que nuestros pasos no dejen huellas tan heroicas como antaño creíamos dejar…
Pero aún pasa algo, algunas madrugadas, tarde muy tarde, cuando me quedo en mi escritorio, me acerco a la ventana y creo ver esa presencia que cubre todo lo bueno con su capa negra y nos dice «todo termina”.
«Crecimos con el ansia
de tener un pasado
Años eléctricos
Días extraños
Y los amigos muertos
me queman por dentro
Ya no somos inmortales
ahora somos eternos»
Loquillo
Niko Pérez

